Sara Brown es engañada por su madre, que le dice que la salud de su prima Mary, hermana del conde de Rohard, ha empeorado y que sería conveniente que fuera a cuidarla. La señora Brown cree que, si su hija se traslada a la residencia del conde y asiste a sus esperados bailes, encontrará un buen partido para casarse; y sabe que la enfermedad de su prima es lo único que puede convencerla. Sara se resiste: no quiere abandonar la vida sencilla que lleva en su casa, no le interesan las fiestas, y, a sus veintiséis años, ya no sueña con un esposo. De todos modos, decide ver por sí misma a Mary, incluso cuando no tiene ningún interés en volverse a topar con el presuntuoso conde. Robert de Rohard, el soltero más codiciado de la costa este de Inglaterra, no cree que Sara sea una buena influencia para su hermana: el alocado temperamento de la señorita Brown no hace más que, a juicio del conde, poner en riesgo la delicada salud de Mary. Sin embargo, consiente que Sara se instale en su residencia, porque su hermana adora a aquella muchacha rebelde. A pesar de los reparos que tiene con Sara, el conde no puede dejar de escuchar sus opiniones testarudas durante las largas sobremesas en la mansión, ni puede disentir mucho con ella. No sabe qué tiene la muchacha que, cuando conversan, cuando la confronta, hace que sienta una inexplicable atracción. A Sara tampoco él le es indiferente: se pone nerviosa cuando la mira, pero desea fervientemente sentirse observada por el conde. A medida que Robert y Sara pasan más tiempo juntos, la sospecha se cierne sobre la joven: la madre del conde supone que la muchacha es una caza-fortunas y decide alejarla de su hijo. Sara decide huir para salvar su honor, pero una razón más poderosa se lo impedirá.
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